miércoles, 22 de diciembre de 2010

El pensamiento de Unamuno
en San Manuel Bueno, mártir

Asignatura: Literatura Española Contemporánea
Segundo curso del Grado de Lengua y Literatura Hispánicas
Profesora: Sara Paco
Diciembre de 2010
Introducción    

En una aldea imaginaria de la España de principios del siglo XX, atrasada y atenazada por el catolicismo, una mujer, Ángela Carballino, escribe una dramática confesión: los difuntos don Manuel —el párroco del pueblo que está en proceso de ser beatificado— y el hermano de ella, Lázaro —el mayor apoyo del sacerdote durante los últimos años de su vida—, ambos admirados por su gran piedad, habían muerto sin creer en la vida eterna y habían fingido su fe ante el pueblo para que éste fuera feliz.
Así se pude resumir el argumento de San Manuel Bueno, mártir, una de las últimas novelas que escribió Miguel de Unamuno y en la que compendia, a través de las palabras de estos tres personajes, los temas centrales de su pensamiento, especialmente en lo que hace referencia a las cuestiones religiosas y existenciales.
Escrita en 1930 y publicada en 1931, la novela llega en la etapa final de la vida de Unamuno. Formado en el catolicismo y decantado hacia el ateísmo en su juventud, el autor había experimentado fuertes cambios opinión a lo largo de su vida con relación a las cuestiones metafísicas, hasta llegar a un punto de vista propio y heterodoxo. En San Manuel Bueno, mártir, Unamuno se acerca a estas contradicciones, no en primera persona —como había hecho en sus ensayos Del sentimiento trágico de la vida (1913) o La agonía del cristianismo (1925)— sino a través de la voz de los tres protagonistas de la novela.
En primer lugar, Don Manuel, un sacerdote que vive para los demás, que ha perdido la fe pero que mantiene su vocación de hacer feliz al pueblo reforzando sus creencias. En segundo lugar, Lázaro, un hombre ilustrado que llega de América con ideas progresistas y que acaba convirtiéndose a la particular religión de don Manuel. Y, finalmente, Ángela, la mujer devota que vive en primera persona el drama de pasar de admirar con fervor a un hombre que cree un santo a descubrir el drama que esconde.
El presente trabajo se aproxima al pensamiento de Unamuno a través de la manera como lo expresan estos tres alter ego del autor. En la primera parte se abordan sus reflexiones en torno a lo que es el tema central de la novela: la fe, el sentido de la vida y de la religión, la duda existencial y, en conjunto, lo que Unamuno había llamado “el sentimiento trágico de la vida”. En la segunda parte se hace un repaso a las demás cuestiones del pensamiento unamuniano que aparecen reflejadas San Manuel Bueno, mártir, a menudo vinculadas al tema principal, pero que se pueden analizar por separado.


El tema principal de la novela: el sentimiento trágico de la vida
Al principio del prólogo[1], Unamuno afirma sobre su novela: “tengo la conciencia de haber puesto en ella todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana”[2]. Es decir, lo que había teorizado en sus ensayos, ahora Unamuno lo aplica a la historia de tres personajes que se enfrentan al drama de creer que no hay vida después de la muerte, que no existe el Dios que predica la Iglesia Católica, y que, sin embargo, hay que encontrarle un sentido a la vida terrenal.

La verdad trágica y la mentira consoladora
Durante la primera parte de la novela, la narradora, Ángela, nos describe al párroco de su pueblo, don Manuel, como una persona que, en su doctrina, se muestra fiel a la ortodoxia católica, pero que, sin embargo, esconde algo detrás.
Cuando Ángela le pregunta si hay que creer en el inferno, don Manuel le responde: “Sí, hay que creer todo lo que cree y enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana. ¡Y basta!”[3]. Entonces Ángela observa “no sé qué honda tristeza en sus ojos azules”[4] al darle esta respuesta. Esa misma tristeza y sentimiento es el que pone el sacerdote al pronunciar las palabras del Evangelio: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado”[5].
Don Manuel se mostraba siempre feliz con los demás, pero Ángela va descubriendo que tras esta apariencia se escondían otros sentimientos: “la alegría imperturbable de don Manuel era la forma temporal y terrena de una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y los oídos de los demás”[6].
Nos encontramos, pues, ante un hombre torturado por un secreto que no descubriremos hasta que Lázaro, el hermano de Ángela, llega al pueblo, con sus ideas progresistas y ateas. Él es el primero que se da cuenta de que el sacerdote no cree en lo que predica, y así se lo explica a Ángela:
— (…) es demasiado inteligente para creer todo lo que quiere enseñar.
— Pero ¿es que le crees un hipócrita? —le dije.
— ¡Hipócrita… no!, pero es el oficio del que tiene que vivir[7].
Pero no es una simple cuestión de engañar para ganarse la vida, como piensa el incrédulo recién llegado. Como había observado Ángela, hay un drama detrás, y Lázaro no tarda en darse cuenta. Cuando entabla amistad con don Manuel, éste le aconseja que finja creer si no cree, de manera que acabará creyendo: “«Pero es usted, usted, el sacerdote, el que me aconseja que finja?», él, balbuciente: «¿Fingir?, ¡fingir no!, ¡eso no es fingir! Toma agua bendita, que dijo alguien, y acabarás creyendo»”[8].
Y Lázaro acaba creyendo, pero no en la fe de la Iglesia Católica, sino en la religión particular de don Manuel. ¿En qué consiste esta nueva fe? En situar como bien más preciado la felicidad de la gente humilde, a costa de engañarlos. Porque la verdad, el vacío existencial, les llevaría a la desesperación. Así lo expresa don Manuel: “La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella”[9].
Para hacer feliz a las personas humildes es necesario engañarles, según la argumentación del párroco:
Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían[10].
Así vemos que don Manuel hace la distinción entre dos verdades: la suya y la que predica. La suya es trágica; la que predica, falsa. Pero falsa para él, no para el pueblo: “Para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío”[11].
De esta manera. Unamuno recoge la idea de la “religión consoladora” que ya había expresado Larra[12] en El casarse pronto y mal: “Que aprendan en el ejemplo de su padre a respetar lo que es peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no les podéis dar otra cosa mejor no les quitéis una religión consoladora”[13].
Esto es lo que quiere conseguir don Manuel, porque, para él, lo primero “es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo”[14]. Y la manera de conseguirlo es mantenerlo en sus ideas, en las que “cree sin querer, por hábito, por tradición. Y lo que hace falta es no despertarle. Y que viva en su pobreza de sentimientos para que no adquiera torturas de lujo. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!”[15]. Se trata pues de mantener una sociedad infantilizada: “Para un niño creer no es más que soñar. Y para un pueblo”[16].
Esta es la nueva religión a la que Lázaro se convierte al descubrir las verdaderas razones del párroco: “Lo hacía por la paz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, de los que le están encomendados; comprendí que si les engaña así —si es que esto es engaño— no es por medrar. Me rendí a sus razones, y he aquí mi conversión”[17].
Lázaro pone incluso en duda que eso sea engañar, pero el mismo sacerdote lo reconoce en cierta manera cuando evoca a Calderón[18]: “el hacer bien, y el engañar bien, ni aun en sueños se pierde”[19].
Después de la muerte de don Manuel, Lázaro reconoce que el sacerdote le dio un tipo distinto de fe:
— Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado —me decía—. Él me dio fe.
— ¿Fe? —le interrumpía yo.
— Sí, fe, fe en el consuelo de la vida, fe en el contento de la vida.[20]
Sin embargo, esta nueva fe no tiene efectos sanadores para los que la practican. Una vez don Manuel ha muerto, Lázaro va cayendo en la desesperación. Ángela le pregunta por qué no encuentra él el contento de vivir, a lo que responde: “eso es para los otros pecadores, no para nosotros, que le hemos visto la cara a Dios, a quienes nos ha mirado con sus ojos el sueño de la vida”[21].
Por el contrario, el ejemplo de don Manuel sí que es positivo para Ángela, que al final proclama: “¡Hay que vivir! Y él me enseñó a vivir, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas”[22]. Sin embargo, esta mejor predisposición de Ángela, podemos considerar que se debe a que en realidad ella sigue dudando, como veremos más adelante.

Vida después de la muerte
Hay que engañar, pues, al pueblo para que siga creyendo en la vida después de la muerte: “hay que hacer que vivan de la ilusión”[23], expresa Lázaro. Y esto es lo que consigue el sacerdote. Escuchándolo, la propia Ángela afirma que “oía la voz de nuestros muertos que en nosotros resucitaban en la comunión de los santos”[24]. Al payaso que ha dedicado su vida a hacer felices a los demás don Manuel le promete el cielo y que allí le “paguen riendo los ángeles a los que haces reír en el cielo de contento”[25].
Pero se trata simplemente de contentarlos con una ficción mientras estén vivos, porque don Manuel muere en la certidumbre que no hay nada más allá de la muerte. Cuando está agonizando, afirma: “Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada…”[26].
Como él, Lázaro también muere en la certeza de que no hay vida en otro mundo, sin embargo, cuando ve que se acerca su hora, evoca otro tipo de vida después de la muerte que, sin embargo tampoco es eterna. Se trata de lo que Jorge Manrique[27] llamo la “vida de la fama” y que Unamuno expresa en forma de una confesión de Lázaro a su hermana: “No siento tanto tener que morir —me decía en sus últimos días—, como que conmigo se muere otro pedazo del alma de don Manuel. Pero lo demás de él vivirá contigo. Hasta que un día hasta los muertos nos moriremos del todo”[28].

La duda
Don Manuel y Lázaro perdieron definitivamente la fe en la vida eterna y murieron “creyendo no creer lo que lo que más nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada”[29]. Esta reflexión de Ángela se expresa mediante una poliptoton[30], contrasta con su propia manera de enfocar el drama existencial. Ella no se sume en una “desolación activa y resignada”: ella sigue dudando y esperando. De hecho, cuando, agonizando, don Manuel afirma tan tajantemente que no hay vida después de la muerte, Ángela asegura que ella “esperaba un «y quién sabe…?»”[31] de la boca del sacerdote, que no llego.
Después de reflexionar sobre lo que creían su hermano y don Manuel, Ángela se pregunta: “¿Y yo, creo?[32]”, a lo que no encuentra respuesta. “Yo no sé lo que es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi y lo que soñé —o mejor lo que soñé y lo que solo vi, ni lo que supe ni lo que creí”[33], escribe, con lo cual vuelve a Calderón, para darle una vuelta de tuerca más: “¿Es que todo esto es más que un sueño soñado dentro de otro sueño?”[34].
La voz de Ángela es la que mejor expresa el pensamiento unamuniano sobre este aspecto ya que él siempre mantuvo esa duda agónica, como puso de relieve Julián Marías: “Unamuno no hizo nunca un esfuerzo denodado, implacable, para salir de esa duda; tal vez no quiso salir de ella probablemente por temor a caer en la negación”[35].
Al final, Ángela se plantea si sus dudas sobre la fe no las tienen los demás: “¿Seré yo, Ángela Carballino, hoy cincuentona, la única persona que en esta aldea se ve acometida de estos pensamientos extraños para los demás? ¿Y estos, los otros, los que me rodean, creen? ¿Qué es eso de creer? Por lo menos, viven”[36].
El propio Unamuno, cuando interviene en primera persona al final de la novela para asegurar la veracidad del manuscrito que dice haber encontrado, apoya la duda existencial de Ángela, relativizando los conceptos de realidad y ficción cuando afirma: “de la realidad de este san Manuel Bueno (…) no se me ocurre dudar. Creo en ella más que creía el mismo santo; creo en ella más que creo en mi propia realidad”[37].
Unamuno recrea pues, a través de los tres personajes principales de la novela, los debates que él mismo sufría: su deseo —su necesidad— de creer, enfrentado a su reflexión, que le alejaba de la fe.


Temas secundarios
A menudo superpuestos con el motivo principal de la novela, aparecen en San Manuel Bueno, mártir un conjunto de cuestiones complementarias sobre las cuales Unamuno expresa sus ideas, por intermediación de sus personajes. Aquí se presentan agrupadas por bloques temáticos.

La iglesia católica, la superstición y el protestantismo
Cuando don Manuel está agonizando, le indica a Lázaro: “cuando hayas de morir, muere como yo, como morirá nuestra Ángela, en el seno de la Santa Madre Católica Apostólica Romana”[38]. Pero ¿tiene sentido esto si se duda de la verdad de los dogmas de la religión católica?, ¿es la religión católica la religión verdadera?, se pregunta Ángela, a lo que se responde: “Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que hacer para morir”[39].
Este es el concepto de religión verdadera que se defiende en la novela. Una religión basada en la ayuda espiritual y no en el adoctrinamiento.  “Poca teología, ¿eh?, poca teología; religión, religión”[40], es la advertencia que le hace Lázaro al nuevo párroco que llega tras la muerte de don Manuel.
La forma de actuar del protagonista y su manera de entender la religión contrasta con lo que era habitual en los curas de su época. Se nos muestra cómo eran a través de la descripción de lo que no hacía don Manuel: “Jamás en sus sermones se ponía declamar contra impíos, masones, liberales o herejes. ¿Para qué, si no los había en la aldea? Ni menos contra la mala prensa”[41].
Este tipo de religiosos, “los que convencidos de la vida de ultratumba, de la resurrección de la carne, atormentan, como inquisidores que son, a los demás para que, despreciando esta vida como transitoria, se ganen la otra”[42], son los que predominaban en la iglesia de aquel momento. No es de extrañar, pues, que cuando Ángela redacta su confesión, dice que “les temo a las autoridades de la tierra, a las autoridades temporales, aunque sean las de la iglesia”[43].
En cambio, el modelo de cura que dibuja Unamuno es en cierta manera el que apoyaría décadas más tarde el concilio Vaticano II: un sacerdocio implicado en la sociedad. Así, cuando describe como el cura tocaba el tamboril para que los jóvenes bailaran, dice que lo que “en otro hubiera parecido grotesca profanación del sacerdocio, en él tomaba un sagrado carácter y como de rito religioso”[44].
Es un cura tolerante con las creencias de los demás (dado que él mismo duda de las suyas e incluso cree que “más de uno de los más grandes santos, acaso el mayor, había muerto sin creer en la otra vida”[45]), por lo que no se opone a que la gente crea en supersticiones (como toda la mitología de San Juan[46]): “¡Es tan difícil hacerles comprender dónde acaba la creencia ortodoxa y dónde empieza la superstición! Y más para nosotros. Déjalos, pues, mientras se consuelen”[47].
Este mismo argumento, le sirve para criticar el protestantismo: “Vale más que lo crean todo, aun cosas contradictorias entre sí, a que no crean nada. Eso de que el que cree demasiado acaba por no creer nada, es cosa de protestantes. No protestemos. La protesta mata el contento”[48].

El suicidio y las drogas
El problema del suicidio es una de las principales preocupaciones de Unamuno, como puso de relieve Friedrich Schürr[49]. También aparece en diversas ocasiones en San Manuel Bueno, mártir, donde es una de las obsesiones del protagonista principal: “Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio —me dijo una vez— son para mí de los más terribles misterios”[50].
Toda la tarea de don Manuel en este mundo está encaminada a un objetivo: “Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera”[51]. Pero, en los casos en los que no ha sido posible evitarlo, rechaza la idea católica de culpabilizar al suicida. Así, él da santa sepultura a uno, “pues en el último momento, en el segundo de agonía, se arrepintió sin duda alguna”[52].
La propia vida de don Manuel —la vida de la persona que ha descubierto el vacío existencial— es una lucha contra la idea del suicidio. “¡Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio continuo, un combate contra el suicidio, que es igual; pero que vivan ellos, que vivan los nuestros!”[53], afirma.
La manera como consigue él evitarlo consiste en evitar la soledad y en llenar su vida de una frenética actividad altruista, porque “la tentación del suicidio es mayor aquí, junto al remanso que espeja de noche las estrellas que no junto a las cascadas que dan miedo”[54].
De esta forma, la actividad se convierte para él en una especie de droga que le permite seguir adelante. Así lo vemos cuando le espeta a Lázaro: “Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio… Opio… Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe. Yo mismo con esta mi loca actividad me estoy administrando opio”[55].
Esta búsqueda de una droga sin efectos perjudiciales que ayudara a superar la angustia existencial y obtener la alegría también la encontramos cuando evoca el vino: “¡Ay, si pudiese cambiar el agua toda de nuestro lago en vino, un vinillo que por mucho que de él se bebiera alegrara siempre sin emborrachar nunca… o por lo menos con una borrachera alegre!”[56].

Contra la soledad, el altruismo
La droga de don Manuel era, pues, la sobreactividad, que le alejaba de la soledad y de pensar en exceso:
Su vida era activa y no contemplativa, huyendo de cuanto podía de no tener nada que hacer. Cuando oía esto de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: «Y del peor de todos, que es el pensar ocioso». Y como yo le preguntara alguna vez qué es lo que con eso quería decir, me contestó: «Pensar ocioso es pensar para no hacer nada o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer. A lo hecho pecho, y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento sin enmienda». ¡Hacer!, ¡Hacer![57]
Y en esta actividad, se apuesta por el ejercicio físico y las habilidades del trabajo manual: “En invierno partía leña para los pobres (…) Solía hacer también pelotas para que jugaran los mozos y no pocos juguetes para los niños”[58], alejándose de un exceso de reflexión intelectual, que debía llevarle a un inevitable enfrentamiento con la soledad.
“Yo no nací para ermitaño, para anacoreta; la soledad me mataría (…) Yo no debo vivir solo; yo no debo morir solo. Debo vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo”[59], asegura, y, sin embargo, la soledad le persigue, por lo que necesita el trabajo para alejarse de ella. Así lo explica Ángela: “Parecía querer huir de sí mismo, querer huir de su soledad. «Le temo a la soledad», repetía. Más, aun así, de vez en cuando iba solo, orilla del lago, a las ruinas de aquella vieja abadía”[60].

La bondad y la culpabilidad
Como hemos visto, don Manuel rechaza la culpabilización del suicida, considerado pecador por la iglesia católica. Pero no es éste el único momento en el que don Manuel se enfrenta a la doctrina. El rechazo a la culpa se hace extensivo a todos los campos de la vida; no acepta más culpa que la que deriva del hecho de existir. Para ello, vuelve a citar a Calderón: “Ya lo dijo un gran doctor de la Iglesia Católica Apostólica Española, ya lo dijo el gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que «el delito mayor del hombre es haber nacido»”[61].
Al margen de ésta, rechazaba que se le aplicara a nadie el concepto de culpabilidad: “él lo disculpaba todo y a todos disculpaba. No quería creer en la mala intención de nadie”[62]. En los sermones, hablando del “buen bandolero”, siempre decía que “todos los bandoleros son buenos”[63]. Y en el momento de morir, las últimas palabras que dirige al pueblo son: “Sed buenos, que esto basta”[64].
Su rechazo a la idea de culpa se expresa claramente cuando don Manuel le pide a Perote que se case con su antigua novia que ha vuelto embarazada al pueblo, él se queja: “¡Pero, don Manuel, si no es mía la culpa…!” y el sacerdote le responde: “¡Quién lo sabe, quién lo sabe…!, y, sobre todo, no se trata de culpa”[65].
Esta actitud le lleva lógicamente a no colaborar con la justicia penal. Cuando un juez le pide a don Manuel que arranque una confesión a un criminal, él le responde: “No, señor juez, no; yo no saco a nadie una verdad que le lleve acaso a la muerte. Allá entre él y Dios… La justicia humana no me concierne. «No juzguéis para no ser juzgados», dijo Nuestro Señor”[66].
Este concepto de bondad impregna los otros personajes de la novela. Cuando Ángela describe a su hermano y sus teorías revolucionarias en las que ella no cree, afirma: “pero como era bueno por ser inteligente, pronto se dio cuenta (…)”[67]. Así pues, nos encontramos ante un paso más adelante: la inteligencia conlleva necesariamente la bondad.

El regeneracionismo y los males de España
La crítica social es uno de los temas que subyace en San Manuel Bueno, mártir, y que aparece de la mano de la figura del Lázaro, que llega de América con ideas progresistas.
Lázaro llega al pueblo criticando la influencia que sobre él tenía el cura, lo que “le pareció un ejemplo de la oscura teocracia en que él suponía hundida a España”[68]. En su opinión, se trata de un país en el que “los curas manejan a las mujeres y las mujeres a los hombres… ¡y luego el campo!, ¡el campo!, este campo feudal…”[69]. Águeda, des de su visión escéptica para con las teorías revolucionarias de Lázaro analiza: “para él, feudal era un término pavoroso; feudal y medieval eran los dos calificativos que prodigaba cuando quería condenar algo”[70].
Lázaro se queja de que en España “no hay hasta ahora, que yo sepa, colegios laicos y progresivos, y menos para señoritas, hay que atenerse a lo que haya”[71] y elige como mal menor que Ángela vaya al colegio de religiosas de la capital.
A través del relato nos adentramos en un país dominado por la iglesia, de gran pobreza material, azotado por la mortalidad infantil (a don Manuel “le conmovía profundamente la muerte de los niños”, lo que era para él “de los más terribles misterios: ¡un niño en la cruz!”[72]) y la incultura.
En este sentido, Ángela es una excepción en el pueblo, ya que en su casa existe una biblioteca creada por su padre, que “trajo consigo unos cuantos libros, el Quijote, obras de teatro clásico, algunas novelas, historias, el Bertoldo[73], todo revuelto”[74].
Cuando Lázaro se empeña en que Ángela lea los libros que ha traído de América, a don Manuel no le parece mal:
Pues lee, hija mía, lee y dale así gusto. Sé que no has de leer sino cosa buena; lee aunque sea novelas. No son mejores las historias que llaman verdaderas. Vale más que leas que no el que te alimentes de chismes y comadrerías del pueblo. Pero lee sobre todo libros de piedad que te den contento de vivir, un contento apacible y silencioso[75].
Don Manuel, como rápidamente descubre Lázaro, no es pues como los otros curas de su época. Él apoya la lectura, aunque recomienda que sea la que proporciona el contento de vivir que él tanto ansía.
Finalmente, en este apartado cabe hacer referencia a otro de los temas centrales de Unamuno que también aparecen en San Manuel Bueno, mártir: el de la envidia. Como otros escritores del 98, Unamuno consideraba que la envidia era el defecto más característico de los españoles, como puso de relieve en su novela Abel Sánchez. Por esto don Manuel la critica cuando dice que “la mantienen los que se empeñan en creerse envidiados, y las más de las persecuciones son efecto más de la manía persecutoria que no de la perseguidora”[76].

El socialismo
Si en múltiples aspectos que hemos tratado don Manuel se puede considerar un modelo de cura progresista, no lo es en absoluto desde el punto de vista de la acción política. Unamuno fue el primer catedrático universitario español que se proclamó socialista[77] pero luego fue moderando su fervor inicial al respecto.
En San Manuel Bueno, mártir, nos aparece un protagonista partidario de una división radical entre Iglesia y política. Lázaro propone a don Manuel la creación de un sindicato católico agrario, a lo que éste responde: “¿Sindicato? ¿Y qué es eso? Yo no conozco más sindicato que la Iglesia, y ya sabes aquello de «mi reino no es de este mundo»”[78]. A diferencia de lo que más adelante pensarán algunos curas del tardofranquismo, para él está claro que a la Iglesia no le corresponde meterse en política: “la religión no es para resolver los conflictos económicos o políticos de este mundo que Dios entrego a las disputas de los hombres”[79].
Por esto rechaza de plano la idea de Lázaro, pero tampoco se opone frontalmente al socialismo: “Nada de sindicatos por nuestra parte. Si lo forman ellos me parecerá bien, pues que así se distraen. Que jueguen al sindicato, si eso les contenta”[80]. Sin injerencias por su parte, ya que él considera que no ha “venido a someter los pobres a los ricos, ni a predicar a estos que se sometan a aquellos”[81].
Sin embargo, su alejamiento del socialismo no se justifica únicamente por la defensa de la separación entre Iglesia y política, sino que se observa con profundo escepticismo la posibilidad que la mejora de las condiciones económicas de la gente pueda redundar en una mayor felicidad:
“porque el también el rico tiene que resignarse a su riqueza, y a la vida, también el pobre tiene que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio a la vida?[82].
El párroco, pues, no acepta el sindicalismo más que como una “distracción” para el pueblo, sin confiar en que pueda aportar nada bueno, y lo que claramente rechaza del socialismo es su negación de la fe. Con don Manuel muerto, Lázaro asegura que el sacerdote le curó de su progresismo y sitúa entre los “hombres peligrosos y nocivos” aquellos que “no creyendo más que en este mundo, esperan no sé qué sociedad futura, y se esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro”[83].

La dicotomía campo-ciudad
En el libro aparecen múltiples referencias a la dicotomía campo-ciudad, que también era uno de los temas de preocupación de Unamuno. Lázaro es el exponente del rechazo a la España rural e inculta. Quiere que Ángela vaya a estudiar a la capital porque “lo importante es que Angelita se pula y no siga entre esas zafias aldeanas[84]”. Más tarde intenta llevar a Ángela y a su madre a Madrid porque en la aldea “se entontece, se embrutece y se empobrece uno”[85]. Su proclama es: “Civilización es lo contrario de ruralización; ¡aldeanerías no!, que no hice que fueras al colegio para que te pudras luego aquí, entres estos zafios patanes”[86].
Sin embargo, su madre se niega a abandonar la aldea: “ella no podría vivir fuera de su vista de su lago, de su montaña, y sobre todo de su don Manuel”[87]. A lo que Lázaro responde: ¡Sois como gatas, que os apegáis a la casa”[88].
Definitivamente Ángela representa el tipo de persona que no se adapta a la gran ciudad: “Salía a la calle, que era la carretera, y como conocía a todos, vivía en ellos y me olvidaba de mi. Mientras que en Madrid, donde estuve alguna vez con mi hermano, como a nadie conocía, sentíame en terrible soledad y torturada por tantos desconocidos”[89].
En realidad, con esta contradicción Unamuno nos muestra que no rechaza la vida rural sino el atraso del campo español. Para él, la solución estaba en el progreso tecnológico, como había escrito: “El ruralismo nos pierde. Esto sólo se curará industrializando la agricultura, introduciendo la maquinaria en los campos y fomentando la concentración de las masas campesinas”[90].

De las palabras a los hechos
Otra de las dicotomías que aparece reiterada al final del libro es la de las palabras i los hechos. Cuando Lázaro teme que alguien explicara al pueblo que él y don Manuel habían perdido la fe, Ángela le responde que, aunque se lo explicaran, el pueblo no lo entendería: “El pueblo no entiende de palabras, el pueblo no ha entendido más que vuestras obras”[91].
En las últimas páginas del libro interviene Unamuno en primera persona, y comenta estas palabras de Ángela: no sólo el pueblo no lo habría entendido sino que no lo habrían creído. “Habrían creído a sus obras y no a sus palabras, porque las palabras no sirven para apoyar las obras, sino que las obras se bastan”[92], observa. Se trata de una sentencia que refuerza el valor de los conceptos desarrollados en el libro, como la bondad y el altruismo, más allá de las razones que pueda haber detrás de ellos.
En este sentido, el autor ya nos había avisado de que uno de los temas que don Manuel sacaba más frecuentemente en sus sermones era el de la “mala lengua”, y advertía: “No debe importarnos tanto lo que uno quiera decir como lo que diga sin querer”[93]. De esta manera, Unamuno sitúa el valor de las acciones no sólo por encima del de las propias palabras, sino también por encima del de las intenciones.

La novela
Aunque sea brevemente, Unamuno no deja escapar la oportunidad de introducir en el libro una referencia a concepto de de novela. En sus ensayos explica que para él, es más importante el personaje de ficción que la propia realidad: “toma tan en serio la ficción, que para él es más real don Quijote que Cervantes”[94].
Esta idea también se ve reflejada en San Manuel Bueno, mártir, cuando el autor interviene al final del libro para afirmar: “La novela es la más íntima historia, la más verdadera, por lo que no me explico que haya quien se indigne de que se llame novela al Evangelio, lo que es elevarle, en realidad, sobre un cronicón cualquiera”[95].




Conclusiones

Como hemos visto, a través de las voces de los principales personajes que intervienen en San Manuel Bueno, mártir, podemos configurar una idea de lo que era el pensamiento unamuniano, con sus temas recurrentes y sus contradicciones.
Expresa su sentimiento ambivalente para con la iglesia católica, en la que él se había educado, pero sobre la cual de muy joven empezó a tener dudas, manteniendo únicamente su pasión por la figura de Cristo. Explicándonos como era el cura protagonista de la novela, Unamuno nos describe la iglesia que él rechaza y que tiene atenazada España. Se muestra partidario de una iglesia tolerante y acaba rebatiendo también el protestantismo excesivamente intelectual.
Asimismo, evoca reiteradamente el tema del suicidio, una tentación contra la que tuvo que luchar Unamuno a lo largo de su vida ante la sensación de vacío existencial. Su droga para superar este sentimiento fue la actividad frenética, como la que desarrolla el protagonista de la novela, así como el rechazo de la vida solitaria que solo le podía hundir en la pesadumbre.
También afirma la bondad del ser humano, libre de la culpa con la que lo quiere oprimir la doctrina católica.
En la novela también encontramos la España contra la que la generación de 98 intentó luchar. A través de la perspectiva de Lázaro, acabado de llegar de una América más desarrollada, vemos un país ignorante y misérrimo. Un país dominado por la envida y la maledicencia. Unamuno rechaza tanto ese mundo rural atrasado como la gran ciudad en la que las personas viven juntas pero ni se conocen.
Por otro lado, aparecen también las vacilaciones del viejo socialista que Unamuno fue, cuando don Manuel pone en duda que un mayor reparto de la riqueza revierta en una mayor felicidad del pueblo. Pero lo que sobre todo rechaza del socialismo, a través de la nueva perspectiva que adquiere Lázaro a lo largo de la novela, es que el socialismo le niegue al pueblo, sin poder ofrecerle un mundo mejor, el consuelo de creer en otro.
Todos estos temas aparecen enmarcados dentro de la reflexión existencial, el sentido de la vida si no hay una vida perdurable. Su planteamiento radical —la idea de un párroco que ha perdido la fe pero sigue predicando— ha resultado tradicionalmente dolorosa para los críticos que se han acercado a la obra des de la ortodoxia católica.
Desde la perspectiva del catolicismo más intransigente, César Aguilera veía a un Unamuno que tenía el deseo de creer, pero que “estaba muy condicionado por la enorme, la fabulosa ignorancia ambiental que rodeó a su persona”[96]. Las malas influencias intelectuales habrían alejado al escritor del camino de la verdad.
Sin embargo, desde una perspectiva católica más moderna, Antonio Orozco acierta al afirmar la ambigüedad del San Manuel Bueno, mártir: “Unamuno no afirma con su novela que no hay Dios, sino que Don Manuel cree que no lo hay. (…) El objetivo de la novela parece ser, más bien, el intento de abrir una serie de interrogantes, que no se cierran ni responden”[97].
En efecto, estos mismos interrogantes son los que se planteaba el propio Unamuno a lo largo de su vida y su obra. En la novela aparecen reflejados de manera concisa, expresados por los distintos personajes que se interrogan sobre ellos mismos y sobre los demás, dando voz al propio pensamiento del autor.


Bibliografía

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CEREZO GALÁN, Pedro: Las máscaras de lo trágico. Filosofía y tragedia en Miguel de Unamuno. Madrid, Trotta, 1996.

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OROZCO DELCLÓS, Antonio: “En torno a una obra de Unamuno”, Conversación de Antonio Orozco con Jaume Farrés, en Escritos Arvo, n.º 94, 1994. Disponible en:

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UNAMUNO, Miguel de: San Manuel Bueno, mártir. Edición, introducción, notas y orientaciones para el estudio de la obra de José Manuel Cabrales Arteaga. Madrid, Anaya (Nueva biblioteca didáctica), 2010, 128 pp.


[1] El prólogo de la novela aparece por primera vez en la edición que se publicó en 1933.
[2] UNAMUNO, Miguel de: San Manuel Bueno, mártir. Edición, introducción, notas y orientaciones para el estudio de la obra de José Manuel Cabrales Arteaga, Madrid, Anaya (Nueva biblioteca didáctica), 2010, p. 31.
[3] Ib. p. 63.
[4] Idem.
[5] Ib. p. 48.
[6] Ib. p. 57.
[7] Ib. p. 67.
[8] Ib. p. 72.
[9] Ib. p. 73.
[10] Ib. p. 77.
[11] Ib. p. 73.
[12] Mariano José de Larra (1809-1837) es de los máximos exponentes del romanticismo español. Larra, que se suicidó a los 27 años, es una de las referencias fundamentales de Unamuno.
[13] Citado en Ib. p. 73.
[14] Ib. p. 55.
[15] Ib. p. 74.
[16] Ib. p. 88.
[17] Ib. p. 72.
[18] Calderón de la Barca (1600-1681) es el más destacado dramaturgo del Siglo de Oro español. Su obra cumbre, La vida es sueño, aparece citada en diversas ocasiones en San Manuel Bueno, mártir.
[19] Ib. p. 86.
[20] Ib. p. 92.
[21] Ib. p. 94.
[22] Ib. p. 96.
[23] Ib. p. 93.
[24] Ib. p. 51.
[25] Ib. p. 56.
[26] Ib. p. 88.
[27] Jorge Manrique (1440-1479) describió en sus Coplas tres tipos de vida: la humana (mortal), la de la fama (más larga) y la eterna.
[28] Ib. p. 95.
[29] Ib. p. 97.
[30] Figura literaria que consiste en repetir una palabra en sus diversas formas y funciones.
[31] Ib. p. 89.
[32] Ib. p. 97.
[33] Ib. p. 98.
[34] Idem.
[35] MARÍAS, Julián: Miguel de Unamuno. Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, Colección Austral, 1950, p. 151.
[36] Ib. pp. 99-100.
[37] Ib. p. 101.
[38] Ib. p. 87.
[39] Ib. p. 73.
[40] Ib. p. 93.
[41] Ib. p. 52.
[42] Ib. p. 92.
[43] Ib. p. 100.
[44] Ib. p. 55.
[45] Ib. p. 94.
[46] Se alude a ella en las páginas 47, 51 y 69 del libro.
[47] Ib. p. 79-81.
[48] Ib. p. 81.
[49] Schürr, Friedrich: “El tema del suicidio en la obra de Unamuno” en Studia philologica, III. Madrid, Gredos, 1963.
[50] UNAMUNO, Miguel de: Op cit. p. 54.
[51] Ib. p. 55.
[52] Idem.
[53] Ib. p. 78.
[54] Idem.
[55] Ib. p. 83. Con esta alusión se hace referencia a Karl Marx (1818-1883) quien en se refiere a la religión como “opio del pueblo” en su obra Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel.
[56] Ib. pp. 55-56.
[57] Ib. p. 53.
[58] Ib. p. 54.
[59] Ib. p. 59.
[60] Ib. p. 57.
[61] Ib. p. 86. Ver nota 18.
[62] Ib. p. 52.
[63] Ib. p. 84.
[64] Ib. p. 86.
[65] Ib. p. 46.
[66] Ib. p. 50. La cita hace referencia a un pasaje del Evangelio de Mateo (7:1). Unamuno era un apasionado admirador del Cristo de los Evangelios y en San Manuel Bueno, mártir establece un conjuno de paralelismos entre Cristo y el protagonista de la novela.
[67] Ib. p. 66.
[68] Idem.
[69] Idem.
[70] Idem.
[71] Ib. p. 43.
[72] Ib. p. 54.
[73] Novela infantil italiana que obtuvo gran popularidad en España en los siglos XVIII y XIX.
[74] Ib. p. 42.
[75] Ib. pp. 67-68.
[76] Ib. p. 52.
[77] RIBAS, Pedro: Para leer a Unamuno. Madrid, Alianza, 2002, p. 63.
[78] Ib. p. 82.
[79] Ib. p. 82.
[80] Ib. p. 83.
[81] Ib. p. 82.
[82] Ib. pp. 82-83.
[83] Ib. p. 93.
[84] Ib. p. 43.
[85] Ib. p. 64.
[86] Idem.
[87] Ib. p. 64.
[88] Ib. p. 66.
[89] Ib. p. 97.
[90] UNAMUNO, Miguel de: “La civilización es civismo” en Epistolario americano (1899-1936) Edición, introducción y notas de Laureano Robles. Salamanca, Universidad de Salamanca, 1996, p. 303. Citado en CHAGUACEDA TOLEDANO (Ed.): Ana: Miguel de Unamuno, estudios sobre su obra. Salamanca, Universidad de Salamanca, 2005, p.365.
[91] UNAMUNO, Miguel de: San Martín Bueno, mártir. Ed. cit. p. 94.
[92] Ib. p. 102.
[93] Ib. p. 52.
[94] RIBAS, Pedro: Para leer a Unamuno. Madrid, Alianza, 2002, p. 77.
[95] UNAMUNO, Miguel de: Op. cit. p. 102.
[96] AGUILERA, César: “Fe religiosa y su problemática en San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno”, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, n.º 40 (1964), Santander, p. 305.
[97] OROZCO DELCLÓS, Antonio: “En torno a una obra de Unamuno”, Conversación de Antonio Orozco con Jaume Farrés, en Escritos Arvo, n.º 94, 1994.