Asignatura: Literatura Hispanoamericana Moderna
Tercer curso del Grado de Lengua y Literatura Hispánicas
Profesor: Manuel Fuentes Vázquez
Diciembre de 2011
Medio siglo después de la llegada de Cristóbal Colón a América, la sociedad europea había desarrollado un conjunto de mitos sobre los indígenas del nuevo mundo. Cartas, relaciones, crónicas; escritas por testigos “de vista” o solo “de oídas”; con su inseparable combinación de realidad y ficción, van construyendo una imagen del indio que va arraigando en la cultura europea.
En el presente trabajo se aborda cómo contribuyeron a la creación de ése imaginario dos obras de mediados del siglo XVI: la Brevísima relación de la destruición de las indias, un memorial escrito en 1542 por el fraile dominico Bartolomé de las Casas, quien lo mandó imprimir en 1552; y Naufragios, una narración autobiográfica del conquistador Álvar Núñez Cabeza de Vaca, editada por primera vez en 1542 y reelaborada por el propio autor en 1555.
Ambas obras comparten múltiples características. En primer lugar, tienen al monarca como destinatario explícito: el “muy alto y muy poderoso señor el príncipe de las Españas don Felipe, nuestro señor”[1] para Las Casas y la “Sacra, Cesárea y Católica, Majestad”[2] para Cabeza de Vaca. En segundo lugar, observamos que ambos libros se refieren a hechos acontecidos años atrás: Las Casas recapitula los acontecimientos producidos entre 1492 y 1541, mientras que Cabeza de Vaca narra su expedición que se desarrolló de 1527 a 1537. Finalmente, en ambas obras existe una finalidad informativa que persigue un objetivo concreto: Las Casas quiere denunciar el mal trato que están recibiendo los indios para conseguir del monarca unas leyes que los protejan y, en último término, le permitan llevar a la realidad su sociedad utópica en América; lo que hace Cabeza de Vaca, por su parte, es una relación de servicios con la finalidad de ensalzar su propia figura.
Sin embargo, desde el punto de vista de la estructura, nos encontramos ante dos libros completamente distintos. La Brevísima tiene una estructura progresiva acumulativa: consta de distintos capítulos dedicados a cada uno de los territorios ocupados por los españoles; dentro de cada capítulo se repite el mismo patrón estereotipado: se inicia con una descripción de la belleza y fertilidad de la tierra y la bondad de sus habitantes, para luego dar paso a la relación de las atrocidades en él cometidas por los conquistadores. De esta manera, cada capítulo va reforzando la tesis expuesta ya desde el principio y que se repite ad infinitum. En Naufragios, en cambio, la estructura es la propia de una narración: a lo largo del libro acompañamos a Cabeza de Vaca en su periplo que se inicia con el fracaso de la expedición de conquista de la Florida en la que participa, continúa con su esclavitud en manos de los indios y acaba con su peregrinaje por América del Norte hasta México a través del cual se va convirtiendo en una especie de nuevo mesías para los indios. La narración sigue un orden cronológico que, en el último capítulo, queda relegado a otra línea temporal: la de la profecía que ya había advertido que todos los acontecimientos narrados se producirían.
El objeto de la presente monografía es analizar el tratamiento del indio que se desprende de estas dos obras, en aquellos aspectos que son abordados por ambos autores, ya sea de manera coincidente o contradictoria. En primer lugar veremos las características esenciales del indio, monolítico, ideal, en la imagen que nos proporciona Las Casas, frente a la visón más compleja que aporta Cabeza de Vaca. En segundo lugar pasaremos revista a algunos aspectos antropológicos que lo caracterizan y que son abordados de distinta manera por los dos autores para, finalmente, comparar la visión que tienen de la reacción de los indios ante la llegada de los cristianos.
El tratamiento del indio
Carácter humano y racional
Como puso de relieve Todorov[3], el descubrimiento del nativo americano y su realidad tan ajena a la cultura europea hace que se ponga en duda incluso la pertenencia común a la misma especie. En efecto, Juan Ginés de Sepúlveda expresaba un sentir muy común entre los europeos de principios del siglo XVI cuando afirmaba que los indígenas a duras penas merecían el nombre de seres humanos[4].
En este sentido, tanto Las Casas, que ha pasado a la historia como “apóstol de los indios”, como Cabeza de Vaca, que a menudo se ha citado al lado de aquél como defensor del indígena[5], se caracterizan por ser autores que han dado el paso esencial en reconocimiento del “otro” como hombre, a alguien al mismo nivel que el “yo”.
Las Casas no solo destaca reiteradamente el carácter humano, hijo de Dios, del indio, afirma, por ejemplo, que “parece que puso Dios en aquellas tierras todo el golpe o la mayor cantidad de todo el linaje humano”[6].
En Cabeza de Vaca, en cambio, no observamos que se ponga en duda el carácter humano del indio, aunque sí que encontramos alguna expresión ambigua que parece poner en duda su carácter racional, como cuando firma que aquella tierra sería “muy fructífera si fuese labrada y habitada de gente de razón”[7].
Bondad y maldad
En el capítulo introductorio de la Brevísima, Las Casas nos da una contundente descripción que piensa aplicar a todos los indios: son las gentes “más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo”[8]. Esta imagen de inocencia y bondad absoluta se irá contraponiendo a lo largo de todo el libro a la maldad de los españoles.
Esta dialéctica se formula a través de una dicotomía ovejas-lobos que se repite hiperbólicamente a lo largo de todo el libro. Se introduce ya en el primer capítulo (“en estas ovejas mansas y de calidades susodichas por su Hacedor y Criador así dotadas, entraron los españoles desde luego que las conocieron como lobos y tigres y leones crudelísimos de muchos días hambrientos”[9]) y se va reformulando en múltiples (“hacían pedazos, como si dieran en unos corderos metidos en sus apriscos”[10], “injusticias de los españoles contra aquellas ovejas mansas”[11], etc.).
Vemos así como, a partir de la imagen que se da del indio, se va construyendo el mito del buen salvaje, bondadoso y pacífico por naturaleza. Se trata de un indio que, frente a la culpabilidad de los españoles, es totalmente inocente. Este adjetivo se va repitiendo constantemente (“la injusticia que a aquellas gentes inocentes se hace”[12], “estaban descuidados más que otros y seguros con su inocencia”[13], “gentes buenas, inocentes, que estaban en sus casas sin ofender a nadie”[14], “crueldad tan nunca vista en tantos inocentes sin culpa perpetrada”[15]…) al tiempo que se pone de relieve la ausencia de culpabilidad en las desgracias que los cristianos les causan (“no dieron más causa los indios ni tuvieron más culpa”[16]).
Esta visión monolítica del indio lascasiano contrasta con las consideraciones más matizadas que observamos en Cabeza de Vaca, que, en su viaje encuentra indios de todo tipo. De entrada, no faltan aquellos bondadosos que se compadecen de sus desgracias con gran dramatismo:
Los indios, al ver el desastre que nos había venido y el desastre que estábamos, con tanta desventura y miseria, se sentaron entre nosotros, y con el gran dolor y lástima que hubieron de vernos en tanta fortuna, comenzaron todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos de allí se podía oír, y esto les duró más de media hora.[17]
Pero también son abundantes las muestras de los maltratos crueles que recibían los españoles durante su esclavitud en manos de los indios: “estando con ellos dieron al compañero mío de bofetones y palos, y yo no quedé sin mi parte, y de muchos pellazos de lodo que nos tiraban, y nos ponían cada día las flechas al corazón, diciendo que nos querían matar como a los otros nuestros compañeros”[18]; “salieron a ellos, diéroles muchos palos, y desnudaron al asturiano, y pasáronle un brazo con una flecha”[19], o “no contentos con darles muchas bofetadas y apalearlos y pelarles las barbas por su pasatiempo, por sólo pasar de una casa a otra mataron tres”[20].
Las muestras de crueldad de los indios que relata en Cabeza de Vaca no hacen solo referencia al trato con los españoles sino también al trato entre los propios indios. Son abundantes, por ejemplo, los pasajes en los que vemos un trato brutal hacia las mujeres (los indios mareames “no cargan los hombres ni llevan cosa de peso; mas llévanlo las mujeres y los viejos, que es la gente que ellos en menos tienen”[21], y, cuando los hombres se emborrachan, “si acaso alguna de ellas se mueve, la deshonran y la dan de palos”[22]) y comportamientos salvajes ( “matan sus mismos hijos por sueños, y las hijas en naciendo las dejan comer a perros, y las echan por ahí”[23]).
Borrachos (a veces se emborrachan con la bebida y, a veces, “con un humo”[24]) y mentirosos (“grandes amigos de las novelas y muy mentirosos, mayormente donde pretenden algún interés”[25]) son otras de las características que describe Cabeza de Vaca de los indios, que, lejos de ser gentes pacíficas por naturaleza, no solo están en guerra con pueblos vecinos, sino que también tienen riñas brutales entre ellos, en las que “apuñéanse y apaléanse hasta que están muy cansados, y entonces se desparten”[26].
Características anatómicas y capacidad para el trabajo
En la caracterización estereotipada del indio lascasiano, el aspecto físico tiene un papel relevante. Para Las Casas, los indios son “las gentes más delicadas, flacas y tiernas en complisión y que menos pueden sufrir trabajos, y que más fácilmente mueren de cualquiera enfermedad”[27].
Los indios son personas con poca capacidad de trabajo, que se sustentan gracias a la austeridad de su forma de vida:
no contentándose con lo que los indios les daban de su grado, conforme a la facultad que cada uno tenía, que siempre es poca, porque no suelen tener más de lo que ordinariamente han menester y hacen con poco trabajo, y lo que basta para tres casas de a diez personas casa una para un mes, come un cristiano y destruye en un día[28]
La consecuencia de esta debilidad física es que, cuando son esclavizados por los españoles, mueren al cabo de poco tiempo: “han sacado los indios de sus tierras naturales, luego mueren más fácilmente”[29].
Tanta era la creencia de Las Casas en la debilidad intrínseca de los indios que había llegado a postular la introducción en América de esclavos negros de África para que ocuparan el lugar de los indios[30].
En un extremo opuesto en este sentido encontramos a Cabeza de Vaca que describe a los indios en función de la tribu a la que pertenecen y que hace también generalizaciones, aunque éstas nos pintan a un indio muy distinto del de Las Casas. Así, en Apalache describe: “Cuantos indios vimos desde la Florida hasta aquí todos son flecheros; y como son tan crecidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos parecen gigantes. Es gente a maravilla bien dispuesta, muy enjutos y de muy grandes fuerzas y ligereza”[31].
Partidos de bahía de Caballos, son abordados por unos indios en canoas que “eran gente grande y bien dispuesta”[32] y, al día siguiente, por unos indios que “nos pareció ser la gente más bien dispuesta y de más autoridad y concierto que hasta allí habíamos visto, aunque no tan grandes como los otros de quien habemos contado”[33].
En relación a los indios de la isla que llama del Mal Hado, no solo destaca también que son “grandes y bien dispuestos” sino también, en relación a las mujeres, que “son para mucho trabajo”[34]. En cambio, los iguaces “son flecheros y bien dispuestos, aunque no son tan grandes como los que atrás dejamos”[35]; los que habitan al pie de las sierras de las sierras del este, “son muy bien dispuestos y de muy buenos gestos, más blancos que otros ningunos de cuantos allí habíamos visto”[36]. Finalmente, los que llama de las Vacas, “es la gente de mejores cuerpos que vimos, de mayor viveza y habilidad”[37].
Estructura de poder
Las pinceladas descriptivas de la estructura política que Las Casas nos da de las sociedades indígenas son fácilmente trasplantables a la Europa feudal:
Había en la isla Española cinco reinos muy grandes principales y cinco reyes muy poderosos, a los cuales cuasi obedecían todos los otros señores, que eran sin número, puesto que algunos señores de algunas apartadas provincias no reconocían superior dellos alguno.[38]
Los siervos son, pues, obedientes y, además, devotos de sus señores, como los mexicas, que durante el cautiverio de su rey, “los indios y gente y señores de toda la ciudad y corte de Motenzuma no se ocupaban en otra cosa sino en dar placer a su señor preso”[39].
Pero no solo lo son de sus señores indígenas sino también de los españoles (“obedientísimas, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quien sirven”[40]) y, además, lo hacen con placer: “sirven a los cristianos (los que son sus amigos) de muy buena voluntad”[41]. Una obediencia que se hace extensiva a los señores de la tierra, como el rey Guarionex, “muy obediente y virtuoso, y naturalmente pacífico y devoto a los reyes de Castilla”[42].
Destacar el carácter obediente como característica positiva también es propio de Cabeza de Vaca, que, cuando la encuentra, destaca cual es “la más obediente gente que hallamos por esta tierra”[43].
Sin embargo, en Cabeza de Vaca son mucho más abundantes las explicaciones sobre la estructura social de las diversas tribus. Así, por ejemplo, habla de la diferencia de trato que reciben los “físicos” (curanderos) en la isla del Mal Hado: “tienen por costumbre enterrar los muertos, si no son los que entre ellos son físicos, que éstos quémanlos”[44] o “cada uno tiene una mujer, conocida. Los físicos son los hombres más libertados; pueden tener dos, y tres”[45].
Esclavitud
Una característica de las sociedades indígenas que Las Casas resalta en su libro es la ausencia de esclavitud (“como los indios comúnmente no tienen esclavos, cuando mucho un cacique tiene dos, o tres o cuatro”[46], asegura), lo que supone un problema cuando llegan los españoles exigiéndoles esclavos para trabajar en sus explotaciones. Para satisfacerles, los indios se ven obligados a darles “los hijos e hijas, porque otros esclavos no los tienen”[47].
Las Casas insiste constantemente en que los esclavos que hacen los españoles eran libres con anterioridad. Insiste en ello cuando afirma que “desta manera han sacado de aquella provincia indios hechos esclavos, siendo tan libres como yo”[48] o “hizo herrar por esclavos injustamente, siendo libres (como todos lo son)”[49].
A pesar de esto, los indios que son tomados como esclavos sirven con denuedo a sus nuevos señores, como describe en Guatimala:
mandó que cada español tomase de aquel gran número de gente todos los indios que quisiese, para los días que allí estuviesen servirse dellos y que tuviesen cargo de traerles lo que hobiesen menester. Cada uno tomó ciento o cincuenta, o los que le parecía que bastaban para ser muy bien servido, y los inocentes corderos sufrieron la división y servían con todas sus fuerzas, que no faltaba sino adorallos.
La experiencia de Cabeza de Vaca con la esclavitud es radicalmente distinta: son los españoles los que, indefensos y posibilidad de sustento, acaban convertidos en esclavos de distintas tribus de indios. Cabeza de Vaca queda en la isla de Mal Hado, enfermo y cautivo de una tribu de la que recibe constantes malos tratos. A causa de esta enfermedad, “hube de quedar con estos mismos indios en la isla más de un año, y por el mucho trabajo que me daban y mal tratamiento que me hacían, determiné huir de ellos y irme a los que moran en los montes y Tierra Firme”[50].
Así pues, cuando consigue escapar de la isla, sirve a amos de otras tribus, que le dan un trato mejor, pero siempre preocupados por evitar que se escape con otros cristianos: “avisáronme que en ninguna manera diese a entender a los indios no conociesen de mí que yo quería pasar adelante, porque luego me matarían”[51]. Así pues, nos queda claro que el control que tienen los indios de sus esclavos es brutal i riguroso, como pone de relieve cuando afirma que “el mal tratamiento que de los indios recibía, que fue tal, que yo me hube de huir tres veces de los amos que tenía, y todos me anduvieron a buscar y poniendo diligencia para matarme”[52].
Religión
Si en algo acaban coincidiendo Las Casas y Cabeza de Vaca es en su función evangelizadora, aunque llegan a ella por caminos ciertamente distintos. Para llevarla a cabo, Las Casas considera que se encuentran ante unos hombres “muy capaces y dóciles para toda buena doctrina, aptísimos para recibir nuestra sancta fe católica”[53].
Esta es la conclusión a la que llega Las Casas después de constatar el éxito de una experiencia misionera franciscana en México:
tanto amor y sabor tomaron con la doctrina y ejemplo de los frailes (…) que cabo de cuarenta días que los frailes habían entrado y predicado, los señores de la tierra les trujeron y entregaron todos sus ídolos que los quemasen, y después desto sus hijos para que los enseñasen.[54]
O de la magnífica recepción que otorgaban a los misioneros Dominicos en isla de la Trinidad: “llegados los religiosos, recibiéronlos los indios como a ángeles del cielo y oyéndolos con gran afección y atención y alegría las palabras que pudieron entonces darles a entender, más por señas que por habla, porque no sabían la lengua”[55].
Sin embargo, cuando el contacto de los indios no es con misioneros sino con conquistadores, los resultados son contraproducentes los contrarios, puesto que los indios mantienen sus imágenes de deidades paganas (“ciertos indios tenían escondidos sus ídolos, como nunca los hobiesen enseñado los tristes españoles otro mejor dios”[56]) y reciben una visón negativa de la religión cristiana (“dijo luego el cacique sin más pensar, que no quería él ir allá sino al infierno, porque no estar donde estuviesen y por no ver tan cruel gente”[57]).
En este sentido Las Casas en Cuba pone en voz de los nativos una versión pagana de la razón de las crueldades de los cristianos:
“tienen un dios a quien ellos adoran y quieren mucho, y por habello de nosotros para lo adorar, nos trabajan de sojuzgar y nos matan”. Tenía cabe sí una cestilla llena de oro en joyas y dijo: “Ves aquí el dios de los cristianos: hagámosle si os pare areitos (que son bailes y danzas) y quizá le agrademos y les mandará que no nos haga mal”[58].
Cabeza de Vaca, que llega a América como uno de estos conquistadores que tanto critica Las Casas, acabará convirtiéndose —según la imagen que de él mismo proporciona en Naufragios— en un predicador improvisado.
Todo empieza cuando él y sus acompañantes están cautivos en la isla de Mal Hado y se convierten en curanderos por voluntad de los indios: “nos quisieron hacer físicos sin examinarnos ni pedirnos títulos, porque ellos curan las enfermedades soplando al enfermo”[59]. Al principio Cabeza de Vaca y los suyos lo consideran ridículo, pero luego pasan tanta hambre que se ven obligados a hacerlo para que les den de comer (“nos vimos en tanta necesidad, que lo hubimos de hacer, sin temer que nadie nos llevase por ello la pena”[60]) y desarrollan su propio método:
La manera con que nosotros curamos era santiguándolos y soplarlos, y rezar un “Pater Noster” y un “Ave María”, y rogar lo mejor que podíamos a Dios nuestro Señor y su misericordia que todos aquellos por quien suplicamos, luego que los santiguamos decían a los otros que estaban sanos y buenos.[61]
La idea se convierte en costumbre y, en su avance por las tierras norteamericanas, se va sumando a ellos un ejército de seguidores que les profesan devoción: “todo cuanto aquella gente hallaban y mataban nos lo ponían delante, sin que ellos osasen tomar ninguna cosa, aunque muriesen de hambre; que así lo tenían ya por costumbre después que andaban con nosotros, y sin que primero lo santiguásemos”[62].
Al final, Cabeza de Vaca acaba adquiriendo plenamente las características de mesías:
Por todas estas tierras, los que tenían guerras con los otros se hacían luego amigos para venirnos a recibir y traernos cuanto tenían, y de esta manera dejamos toda la tierra en paz, y dijímosles, por la señas por que nos entendían, que en el cielo había un hombre que llamábamos Dios, el cual había criado el cielo y la tierra, y que éste adorábamos nosotros y teníamos por Señor.[63]
Por lo que respecta a la religión previa de los indios, Cabeza de Vaca da a entender que su predicación consiste en conseguir un sincretismo con la cristiana. Cuando finalmente abandona a sus indios para volver a España, ellos le aseguran que
“serían muy buenos cristianos y servirían a Dios; y preguntados en qué adoraban y sacrificaban y a quién pedían el agua para sus maizales y la salud para ellos, respondieron que a un hombre que estaba en el cielo. Preguntámosles cómo se llamaba y dijeron que Aguar, y que creían que él había criado todo el mundo y las cosas de él (…) Nosotros les dijimos que aquél que ellos decían, nosotros lo llamábamos dios, y que así lo llamasen ellos.[64]
Así, intentando buscar analogías entre los elementos de la fe indígena y los de la cristiana, Cabeza de Vaca les aconseja construir una iglesia con una cruz en la entrada y “cuando viniesen allí los cristianos, los saliesen a recibir con las cruces en las manos (…) y por esta manera no les harían mal, antes reían sus amigos”[65].
Cabeza de Vaca describe como siguiendo sus consejos, la tierra se llena de iglesias con lo que queda convencido del éxito de su evangelización, ya que “dos mil leguas que anduvimos por tierra y por mar en las baracas, y otros diez meses que después de cautivos, sin parar, anduvimos por la tierra, no hallamos sacrificios ni idolatría”[66].
Canibalismo y sacrificios humanos
El mito del indígena caníbal y autor de sacrificios humanos para satisfacer a sus dioses estaba ya difundido entre los españoles, como se observa cuando Cabeza de Vaca narra: “yo pregunté a los cristianos, y dije que si a ellos parecía, rogaría a aquellos indios que nos llevasen a sus casas; y algunos de ellos que habían estado en la Nueva España respondieron que no se debía de hablar de ello, porque si a sus casas nos llevaban, nos sacrificarían a sus ídolos”[67].
Sin embargo, lo que se encuentra Cabeza de Vaca no son indios caníbales sino indios que se escandalizan cuando ven a los cristianos comiéndose los unos a los otros.
En efecto, el hambre lleva a los miembros de la expedición a recurrir al canibalismo en más de una ocasión. En el Apalache, “cinco cristianos que estaban en el rancho en la costa llegaron a tal extremo, que se comieron los unos a los otros, hasta que quedó uno solo, que por ser solo no hubo quien lo comiese”[68], lo que provoca una contundente por parte de los indios: “de este caso se alteraron tanto los indios, y hubo entre ellos tan gran escándalo, que sin duda si al principio ellos lo vieran, los mataran, y todos no viéramos en tan grande trabajo”[69].
En la Brevísima, en cambio, sí que hay canibalismo entre indios, pero no es ritual, sino que Las Casas siempre lo justifica porque los españoles les hacen pasar hambre. El primer caso es el de una mujer que se come a su hijo porque le han robado las cosechas: “tomaron a los indios cuanto maíz tenían para mantener a sí y a sus hijos, por lo cual murieron de hambre más de veinte o treinta mil ánimas, y acaeció mujer matar su hijo para comello de hambre”[70]. El segundo, más jugoso en detalles, el de los indios sojuzgados que se llevaba un capitán en sus campañas.
cuando iba a hacer guerra a algunos pueblos o provincias, levaba de los ya sojuzgados indios cuantos podía que hiciesen guerra a los otros; y como no les daba de comer a diez y veinte mil hombres que llevaba, consentíales que comiesen a los indios que tomasen. Y así había en su real solenísima carnecería de carne humana, donde en su presencia se mataban los niños y se asaban, y mataban el hombre por solas las manos y pies, que tenían por los mejores bocados.[71]
Belicosidad y armamento
En la descripción del buen salvaje lascasiano hay una clara referencia al carácter pacífico y a la escasa capacidad de sus armas, que “son harto flacas y de poca ofensión y resistencia y menos defensa (por lo cual todas sus guerras son poco más que acá juegos de cañas y aun de niños)”[72]. Insiste en esta flaqueza, que contrasta con el poder de las armas de los españoles: “con sus armas de burla, no sabiendo cómo cortaban las espadas y herían las lanzas”[73].
Esta visión idílica de los indios no está presente, como hemos visto, en Naufragios. Sin embargo, sí que coincide Cabeza de Vaca destacar la clara inferioridad de las armas de los indígenas, que en ocasiones se limitan a “a tirar piedras con hondas, y varas”[74]. También existe una valoración en este sentido cuando afirma que “hubo algunos de los nuestros heridos, que no les valieron buenas armas que llevaba”[75]. En este caso observamos que, a pesar de la inferioridad de sus armas, la habilidad de los indios con sus flechas y su conocimiento del terreno les hace superiores. Vemos, además, como Cabeza de Vaca es prolijo en sus detalles sobre la estrategia militar de los indígenas:
La manera de que tienen de pelear es abajados por el suelo, y mientras se flechan andan hablando y saltando siempre de un cabo para otro, guardándose de las flechas de sus enemigos, tanto, que en semejantes partes pueden recibir muy poco daño de las ballestas y arcabuces. Antes los indios se burlan de ellos, porque estas armas no aprovechan para ellos en campos llanos, adonde ellos andan sueltos; son buenas para estrechos y lugares de agua. En todo lo demás, los caballos son los que han de sojuzgar y lo que los indios universalmente temen.[76]
En esto coincide Las Casas, según el cual el caballo “es la más perniciosa arma que puede ser para entre los indios”[77].
Reacción ante los españoles
Como hemos visto, todos los capítulos de la Brevísima tienen una estructura arquetípica: sea cual sea la región que se va a describir, se trata de una tierra que destaca por su gran belleza y fertilidad, poblada por gran cantidad de indígenas buenos e inocentes. A esta especie de paraíso, llegan los cristianos, que son recibidos con gran hospitalidad por los indios.
En todas partes, los indígenas salen a recibir a los españoles con grandes fiestas y regalos. En Cuba, por ejemplo, “con mantenimientos y regaos diez leguas de un gran pueblo, y llegados allá nos dieron gran cantidad de pescado y pan y comida con todo lo que más pudieron”[78]; en el Yucatán, con “algunos con presentes”[79], en Guatemala, “en unas andas con trompetas y atabales y muchas fiestas el señor principal de la ciudad de Utatlán”[80] o, en la ciudad de Cuzcatlán, su caudillo les da un “grandísimo recibimiento, y sobre veinte o treinta mil indios le estaban esperando cargados de gallinas y comida. Llegado y recibido el presente, mandó que cada español tomase de aquel gran número de gente todos los indios que quisiese”[81].
Las Casas destaca el carácter fraternal de estos recibimientos: en Panamá, el “gran señor (…) recibiólos como si fueran hermanos suyos, y presentó al capitán cincuenta mil castellanos de su voluntad”[82]; en Venezuela, “recibiéndolos en sus casa como a padres y a hijos, dándoles y sirviéndoles con cuento tenían y podían”[83] y en Tenochtitlan “enviándoles el gran rey Motenzuma millares de presentes y señores y gentes y fiestas al camino, y a la entrada de la calzada de México, que es a dos leguas, envióles a su mesmo hermano acompañado de muchos grandes señores y grandes presentes de oro y plata y ropas”[84].
La hospitalidad de los indígenas es incluso a menudo providencial para salvar la vida de los conquistadores (como la de los reyes de Xaraguá, en la isla Española, “hicieron grandes servicios a los reyes de Castilla e inmensos beneficios a los cristianos, librándolos de muchos peligros de muerte”[85]), que, incluso después de haber cometido las más criminales fechorías, aún reciben la “bondadosa” protección de algunos indígenas como, en el cabo de Codera de Venezuela, donde “estaba un pueblo cuyo señor se llamaba Higueroto (…) era tan bueno y su gente tan virtuosa que cuantos españoles por allí en los navíos venían hallaban reparo, comida, descanso y todo consuelo y refrigerio, y muchos libró de la muerte que venían huyendo de otras provincias, donde habían salteado y hecho muchas tiranías”[86].
Sin embargo, de nada les sirve a los indios tanta hospitalidad, ya que la reacción de los españoles siempre es una sarta de atrocidades injustificadas. Según el esquema lascasiano, los indios lo ofrecen todo, pero los españoles nunca tienen bastante. Así explica como, en Tierra Firme, “dándole un cacique o señor, de su voluntad o por miedo (como más es verdad) nueve mil castellanos”[87] lo torturan y finalmente “no dando más oro porque no lo tenía, o porque no lo quería dar”[88] lo acaban matando.
Las Casas se ocupa de remarcar que las brutales torturas y las multitudinarias matanzas causadas por los cristianos nunca obedecieron a una provocación previa, ya que “hasta hoy, nunca en ninguna parte dellas los indios hicieron mal a cristiano sin que primero hobiesen recebido males y robos y traiciones dellos. Antes siempre los estimaban por inmortales y venidos del cielo, y como a tales los recibían”[89]. La Casas está convencido que es solo en respuesta a las atrocidades cometidas, que los indios recurren a la violencia: “sé por cierta e infalible ciencia que los indios tuvieron siempre justísima guerra contra los cristianos”[90].
Un combate justo, del que, inevitablemente, los indios tendrán que salir derrotados, ya que la venganza de los españoles ha de ser terrible: “y porque algunas veces, raras y pocas, mataban los indios algunos cristianos con justa razón y santa justicia, hicieron ley entre sí que por un cristiano que los indios matasen habían los cristianos de matar cien indios”[91].
En estas guerras justas, Las Casas da a entender que los indios sabían que no tenían ninguna posibilidad de victoria. Así se desprende de la consideración relativa a los indios de Guatemala, que desde que “vieron que así habían de morir, acordaron convocarse y juntarse todos y morir en la guerra, vengándose como pudiesen de tan crueles e infernales enemigos, puesto que bien sabían que siendo no sólo inermes, pero desnudos, a pie y flacos”[92].
Sin embargo, un derrotado caudillo de Nueva España sí que muestra esperanzas de que su gran señor podrá derrotarlos cuando interpela a los cristianos: “¡Oh, malos hombres! ¿Qué os hemos hecho?, ¿por qué nos matáis? Andad, que a México iréis, donde nuestro universal señor Motenzuma de vosotros nos hará venganza”[93].
Vanas esperanzas, ya que, a pesar de la calurosa acogida que les ofrecen en Tenochtitlan, los españoles no tardan en masacrar a la población. “Vista por los indios cosa tan injusta y crueldad tan nunca vista en tantos inocentes sin culpa perpetrada”[94], los mexicas deciden desobedecer a Moctezuma (que les mandaba “que no acometiesen ni guerreasen a los cristianos”[95]) y buscan “otro señor y capitán que guiase sus batallas”[96]. La reacción armada de los indios —durante la que Cortés llamó Noche Triste— es considerada por Las Casas un nuevo ejemplo de guerra justa (“mataron una gran cantidad de cristianos en las puentes de la laguna, con justísima y sancta guerra, por las causas justísimas que tuvieron”[97]) pero, lógicamente, infructuosa para imponerse a los españoles.
La justificación que Las Casas hace de la reacción indígena llega a su punto álgido cuando llega a aceptar como razonable el asesinato de unos frailes dominicos que habían fracasado en su intento de conseguir que los conquistadores devolvieran a unos indígenas que se habían llevado como esclavos con engaños: “así los indios tomaron venganza dellos justamente matándolos, aunque inocentes, porque estimaron que ellos habían sido causa de aquella traición”[98]. La explicación está en que los indios “no supieron ni saben hoy que haya diferencia de los frailes a los tiranos y ladrones y salteadores españoles”[99], lo que comporta la persecución de los frailes, de la que el mismo Las Casas dice haber sido víctima: “porque me escapé de la mesma muerte por milagro divino”[100].
La visión de Las Casas de que “nunca los indios salieron de guerra sino de paz”[101] contrasta con la experiencia de Cabeza de Vaca, que, desde el mismo momento de su llegada a Florida, se encuentra con distintas reacciones de los indígenas, dependiendo de las tribus y las circunstancias.
A grandes rasgos, se pueden distinguir tres etapas en el viaje de Cabeza de Vaca en lo que concierne a las reacciones que su llegada provoca en los indios. En una primera etapa, la expedición tiene que hacer frente a reacciones más o menos hostiles de las tribus que se encuentran. Esta etapa culmina con el cautiverio de los españoles en manos de los indios. En una segunda etapa, Cabeza de Vaca, que ha logrado escapar de su esclavitud e inicia un largo periplo hacia el oeste, ha adquirido fama de sanador, por lo que los indios que salen a su paso lo reciben con gran júbilo, mientras cada vez más gente se va incorporando a su comitiva. En la tercera y última etapa, su grupo de seguidores se ha convertido en un auténtico ejército de indios que siembra el terror entre los pueblos por los que pasa, donde reciben a los españoles con más temor que veneración.
De acuerdo con la narración de Cabeza de Vaca, los primeros contactos de su expedición con los indios son para hacer intercambios de utensilios por alimentos: “el contador (…) llamó a los indios, los cuales vinieron y estuvieron con él buen pedazo de tiempo, y por vía de rescate le dieron pescado y algunos pedazos de carne de venado”[102].
Sin embargo, pronto empiezan las reacciones más hostiles: “como nosotros no teníamos lengua, no los entendíamos; mas hacíannos muchas señas y amenazas, y nos pareció que nos decían que nos fuésemos de la tierra, y con esto no dejaron, sin que hiciesen ningún impedimento, y ellos se fueron”[103].
Deciden huir del lugar porque “los indios nos hacían continua guerra hiriéndonos la gente”[104], pero lo que se encuentran más adelante no es mejor, porque ya en la bahía de Caballos, nos narra como son atacados a traición:
El señor de aquellas tierras ofreció todo aquello al gobernador, y tomándolo consigo, lo llevó a su casa (…) nos dio mucho pescado, y nosotros le dimos del maíz que traíamos, y lo comieron en nuestra presencia, y nos pidieron más, y se lo dimos, y el gobernador le dio muchos rescates; el cual estando con el cacique en su casa, a media hora de la noche, súbitamente los indios dieron en nosotros y en los que estaban muy malos echados en la costa, y acometieron también la casa del cacique, donde el gobernador estaba, y lo hirieron de una piedra en el rostro.[105]
Cabeza de Vaca y los suyos consiguen huir, mientras los indios les atacan a lo largo de toda la noche.
Estas reacciones agresivas ante los recién llegados terminan cuando, después de su cautiverio, ha corrido la voz de que Cabeza de Vaca es un sanador. Así, cuando llegan a la tribu de los avavares, “el pueblo nos ofreció muchas tunas, porque ellos tenían noticia de nosotros y cómo curábamos”[106], o unos quilómetros más adelante, “nos hicieron los indios muy gran fiesta, y hubo entre ellos muy grandes bailes y areitos en tanto que allí estuvimos”[107].
Pero a medida que el ejercito de fieles que sigue a Cabeza de Vaca se va haciendo fuerte y violento con los habitantes de los pueblos adónde llegan (“los que iban con nosotros los comenzaron a hacer tanto mal, que les tomaron las haciendas y les saqueaban las casas, sin que otra cosa ninguna les dejasen”[108]) esta alegría se convierte en temor. La fama que les precede ya provoca consternación cuando explica que en un pueblo “nos recibieron llorando y con grande tristeza, porque sabían ya que adonde quiera que llegábamos eran todos saqueados y robados de los que nos acompañaban”[109]. Los habitantes de este pueblo, como ven que los españoles van solos, les reciben primero con gran alegría y hospitalidad. Sin embargo, al día siguiente llegan los seguidores, que son implacables con ellos: “como los tomaron descuidados y seguros, tomáronles cuanto tenían (…) Los robadores, para consolarles, los decían que éramos hijos del Sol, y que teníamos poder para sanar enfermos y para matarlos, y otras mentiras aún mayores que éstas”[110]. Los saqueadores entonces proponen a la gente del pueblo que se incorpore al séquito de Cabeza de Vaca para ir a robar a otros pueblos: “donde llegásemos robasen ellos y saqueasen lo que otros tenían, porque así era costumbre”[111].
Cabeza de Vaca asiste impasible al aumento del miedo que inspiran sus seguidores y se limita a contar que más adelante “hubo otra manera de recibirnos, en cuanto toca al saquearse, porque los que salían de los caminos a traernos alguna cosa a los que con nosotros venían no los robaban; mas después de entrados en sus casas, ellos mismos nos ofrecían cuanto tenían”[112].
De esta manera, el séquito de indios de Cabeza de Vaca va instaurando el terror en todas las tierras que visita: “no salían a recibirnos a los caminos, como los otros hacían; antes los hallábamos en sus casas, y tenían hechas otras para nosotros, y estaban todos asentados, y todos tenían vueltas las caras hacia la pared y las cabezas bajas”[113].
Cabeza de Vaca acepta con naturalidad la violencia con que se comportan sus seguidores: en ningún momento hace una valoración moral de ello ni muestra voluntad de utilizar su ascendiente sobre las gentes para que se comporten de otra manera, sino que se limita a hacer una descripción de las actitudes que observa entre ellos.
Conclusiones
Hemos visto como Las Casas y Cabeza de Vaca abordan el tratamiento del indio desde perspectivas muy distintas, condicionadas por la finalidad de sus respectivas obras.
El cometido que se impone Las Casas es claro y explícito: como declara el propio autor, él lleva años “procurando echar el infierno de las Indias, y que aquellas infinitas muchedumbres de ánimas redimidas por la sangre de Jesucristo no perezcan sin remedio para siempre, sino que conozcan a su criador y se salven”[114].
Las Casas había ideado entre 1516 y 1519 una serie de utopías civilizadoras[115] con las cuales “los indios trabajarían menos y vivirían más y mejor”[116]. Sus proyectos fracasaron y optó por otras vías que, en los últimos años de su vida, se centraron en la propaganda. Es en este sentido que cabe entender la Brevísima, una obra en la cual, según Mercedes Serna,
convencido el autor de que no importan los medios que se utilicen si el fin es bueno y siguiendo con la tradición historiográfica de crónicas americanas que manipulan la realidad para fines personales, Las Casas, apologista, mutila, exagera, interpola fragmentos apócrifos, generaliza y a menudo convierte un hecho nimio en algo atroz para conseguir el fin propuesto.[117]
El indio lascasiano es un arquetipo construido a partir de elementos parciales de la realidad. En él no hay ni una sola característica negativa: todos sus rasgos no son más que el reverso de los pecados que tanto abundan en la sociedad corrompida que Las Casas aborrece. Muchas de las atrocidades que relata son verdaderas, pero el indio sobre el que se cometen es una construcción imaginaria. Las Casas no es un observador imparcial sino que incorpora su visión moral, que se inscribe dentro del pensamiento utópico del siglo XVI. Lo que relata es una distopía: partiendo de un paraíso se ha llegado a un infierno. Pero Las Casas confía que no es demasiado tarde. Él tiene un proyecto: tal como Dios creó el hombre a su imagen y semejanza, Las Casas quiere modelar al indio como cristiano perfecto. Es al servicio de este proyecto mesiánico que el fraile va a poner toda su artillería propagandística.
En este contexto no tienen mucho sentido dedicarse a intentar demostrar la concordancia con la realidad de cada una de las afirmaciones de Las Casas, como pretenden algunos de sus apologetas. Al contrario, como explica J. F. Maura, “hablar de realismo y objetividad por parte de Las Casas, resulta un tanto absurdo, ya que su misión no era la de ser objetivo, sino la de defender una causa como fuera”[118].
En contraste con la obra de Las Casas, la narración de Cabeza de Vaca, con sus indios tan llenos de bondad (capaces de conmiserarse, de mostrar sentimientos nobles...) como de maldad (crueles, traidores, mezquinos…) parece mucho más apegada a la contradictoria realidad. Para Maura, Cabeza de Vaca “proporciona una imparcialidad raramente alcanzada por un hombre de su tiempo”[119].
También Todorov destaca que, a pesar de las similitudes que existen entre ambos, Cabeza de Vaca se distingue de Las Casas “por su conocimiento preciso y directo del modo de vida de los indios”[120], por lo que su relato “contiene una notable descripción de la vida de las regiones y las poblaciones que descubre, y valiosos detalles sobre la cultura material y espiritual de los indios”[121].
Sin embargo, tampoco es posible tomar al pie de la letra las historias de Cabeza de Vaca ya que, a pesar de los detalles de los que habla Todorov, su libro no es un riguroso documento etnográfico como la obra de Bernardino de Sahagún[122]. Al contrario, hay considerables argumentos que acercan la obra de Cabeza de Vaca del lado de la ficción: es lo que se ha venido en llamar un texto fronterizo, una mezcla de géneros, típico del Renacimiento.
Naufragios empieza con un prólogo —omitido en la edición de 1555— que pretende establecer la historicidad de la narración, pero termina con un último capítulo que lo decanta claramente hacia la ficción narrativa. En medio, hemos visto un narrador-personaje soldado que paulatinamente se va convirtiendo en un mesías. A pesar de los bienes y regalos que le van ofreciendo a lo largo de su peregrinaje, Cabeza de Vaca va desnudo, como símbolo de pobreza que comparte con los indios, pero también como elemento que acerca su figura a la de Jesucristo. Su narración no es, por lo tanto, la descripción objetiva de una epopeya y de las gentes que encuentra a su paso; en realidad, es la construcción de un mito que sirva a sus propios intereses.
Así pues, tanto Las Casas como Cabeza de Vaca tratan la cuestión del indio de manera que lo relevante no es la fidelidad a la verdad sino el servicio a la finalidad que persigue cada autor. Es de esta manera que construyen una imagen que contribuirá, junto a la de los otros cronistas de indias, a crear la ficción del indígena americano.
Bibliografía citada
Borges, Jorge Luis, Historia universal de la infamia, Madrid, Alianza Editorial, 1991.
Borges, Pedro, Misión y civilización en América, Madrid, Alhambra, 1987.
Casas, Bartolomé de las, Brevísima relación de la destruición de las Indias, ed. de André Saint-Lu, Madrid, Cátedra Letras Hispánicas, 2011.
Crónicas de Indias, ed. de Mercedes Serna, Madrid, Cátedra Letras Hispánicas, 2000.
Restall, Matthew, Los siete mitos de la conquista española, Barcelona, Paidós Orígenes, 2004.
Núñez Cabeza de Vaca, Álvar, Naufragios, ed. de Juan Francisco Maura, Madrid, Cátedra Letras Hispánicas, 2010.
Todorov, Tzvetan, La Conquista de América: el problema del otro, México D.F., Siglo XXI, 1992.
[1] B. de las Casas, Brevísima relación de la destruición de las Indias, ed. de André Saint-Lu, Madrid, Cátedra Letras Hispánicas, 2011, p. 71.
[2] A. Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, ed. de Juan Francisco Maura, Madrid, Cátedra Letras Hispánicas, 2010, p. 75.
[3] T. Todorov, La Conquista de América: el problema del otro, México D.F., Siglo XXI, 1992, p. 13.
[4] M. Restall, Los siete mitos de la conquista española, Barcelona, Paidós Orígenes, 2004, p. 190.
[5] J. F. Maura se refiere a esta visión en el prólogo de Naufragios (op. cit. p. 50) y cita a Beatriz Pastor, Discurso Narrativo de la Conquista de América, Ediciones Casa de las Américas, La Habana, 1983, p. 325: “La presentación desmitificadora que hace Álvar Núñez del hombre americano en su relación de Los Naufragios entronca directamente con esta corriente de pensamiento crítico que encarna Bartolomé de Las Casas”.
[6] B. de las Casas, op. cit., p. 75.
[7] A. Núñez Cabeza de Vaca, op. cit., p. 149.
[8] B. de las Casas, op. cit., p. 76.
[9] Ibíd., p. 77.
[10] Ibíd., p. 81.
[11] Ibíd., p. 172.
[12] Ibíd., p. 73.
[13] Ibíd., p. 117.
[14] Ibíd., p. 126.
[15] Ibíd., p. 110.
[16] Ibíd., p. 87.
[17] A. Núñez Cabeza de Vaca, op. cit., p. 121.
[18] Ibíd., p. 135.
[19] Ibíd., p. 142.
[20] Ibíd., p. 142.
[21] Ibíd., p. 144.
[22] Ibíd., p. 172.
[23] Ibíd., p. 143.
[24] Ibíd., p. 172.
[25] Ibíd., p. 181.
[26] Ibíd., p. 166.
[27] B. de las Casas, op. cit. p. 76.
[28] Ibíd., p. 80.
[29] Ibíd., p. 103.
[30] Esta circunstancia sería utilizada siglos más tarde por Borges para su célebre arranque de la Historia universal de la infamia: “En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas” (J. L. Borges, Historia universal de la infamia, Madrid, Alianza Editorial, 1991, p. 17).
[31] A. Núñez Cabeza de Vaca, op. cit., p. 100.
[32] Ibíd., p. 109.
[33] Ibíd., p. 112.
[34] Ibíd., p. 126.
[35] Ibíd., p. 144.
[36] Ibíd., p. 178.
[37] Ibíd., p. 190.
[38] B. de las Casas, op. cit., p. 83.
[39] Ibíd., p. 109.
[40] Ibíd., p. 76.
[41] A. Núñez Cabeza de Vaca, op. cit., p. 206.
[42] Ibíd., p. 83.
[43] Ibíd., p. 189.
[44] Ibíd., p. 127.
[45] Ídem.
[46] B. de las Casas, op. cit. p. 102.
[47] Ibíd., p. 119.
[48] Ibíd., p. 103.
[49] Ibíd., p. 123.
[50] A. Núñez Cabeza de Vaca, op. cit., p. 133.
[51] Ibíd., p. 138.
[52] Ibíd., p. 148.
[53] B. de las Casas, op. cit., p. 76.
[54] Ibíd., p. 129.
[55] B. de las Casas, op. cit., p. 140.
[56] Ibíd., p. 123.
[57] Ibíd., p. 92.
[58] Ibíd., p. 75.
[59] A. Núñez Cabeza de vaca, op. cit., p. 129.
[60] Ibíd., p. 129.
[61] Ibíd., p. 130.
[62] Ibíd., p. 184.
[63] Ibíd., pp. 195-196.
[64] Ibíd., p. 210.
[65] Ibíd., p. 211.
[66] Ibíd., p. 213.
[67] Ibíd., p. 121.
[68] Ibíd., p. 125.
[69] Ídem.
[70] B. de las Casas, op. cit., p. 102.
[71] Ibíd., p. 119.
[72] Ibíd., p. 81.
[73] Ibíd., p. 159.
[74] A. Núñez Cabeza de Vaca, op. cit., p. 112.
[75] Ibíd. p. 100.
[76] A. Núñez Cabeza de Vaca, op. cit., p. 169.
[77] B. de las Casas, op. cit. p. 86.
[78] Ibíd., p. 92.
[79] Ibíd., p. 114.
[80] Ibíd., p. 116.
[81] Ibíd., p. 118.
[82] Ibíd., p. 99.
[83] Ibíd., p. 138.
[84] Ibíd., p. 109.
[85] Ibíd., p. 86.
[86] Ibíd., p. 142.
[87] Ibíd., p. 98.
[88] Ídem.
[89] Ibíd., p. 174.
[90] Ibíd., p. 88.
[91] Ibíd., p. 82.
[92] Ibíd., p. 117.
[93] Ibíd., p. 108.
[94] Ibíd., p. 110.
[95] Ídem.
[96] Ídem.
[97] Ibíd. p. 111.
[98] Ibíd., p. 141.
[99] Ídem.
[100] Ibíd., p. 142.
[101] Ibíd., p. 161.
[102] A. Núñez Cabeza de Vaca, op. cit., p. 84.
[103] Ibíd., p. 85.
[104] Ibíd., p. 99
[105] Ibíd., p. 110.
[106] Ibíd., pp. 151-152.
[107] Ibíd., p. 175.
[108] Ibíd. p. 197
[109] Ibíd., p. 180.
[110] Ídem.
[111] Ídem.
[112] Ibíd., p. 186.
[113] Ibíd., p. 190.
[114] B. de las Casas, op. cit. p. 174.
[115] P. Borges, Misión y civilización en América, Madrid, Alhambra, 1987, pp. 88-91.
[116] Ibíd. p. 91.
[117] Introducción a Crónicas de Indias, ed. de Mercedes Serna, Madrid, Cátedra Letras Hispánicas, 2000, p. 88.
[118] Introducción a Naufragios, loc. cit., p. 51.
[119] Ibíd., p. 31.
[120] T. Todorov, op. cit., p. 208.
[121] Ídem.
[122] Bernardino de Sahagún fue un franciscano que escribió y supervisó entre 1540 y 1585 la Historia general de las cosas de Nueva España, una aproximación a la cultura mexica, para la cual recurrió a la indagación directa entre los nativos. La imagen que ilustra la portada de la presente monografía procede del llamado Códice Florentino, que es la edición de este libro conservada en la Biblioteca Medicea Laurenciana de Florencia y que contiene centenares de ilustraciones sobre la vida de los indígenas realizadas por ellos mismos.